¿Dónde están?

Nos acercamos al misterio de la infamia. ¿Dónde están?, dijimos. La respuesta fue un escupo, una amenaza. Le preguntamos a Dios dónde las tienen atrapadas. En qué página de su diseño miserable. Guardamos en secreto las sospechas. Confesarlas hubiese sido entrar a la casa con cuchillos. Caer de rodillas. Tirar la pregunta al suelo y pisotearla: ¿Dónde están? Sabemos que las vieron humilladas. Que las escucharon gritar el nombre de sus hijos. ¿Dónde? En la baldosa negra. ¿Dónde la baldosa? Bajo la bota del soldado. ¿Dónde el soldado? En los subterráneos de la patria. ¿Dónde están ahora? ¿En qué ruinas de la patria? En el fondo del mar, dijeron. En la pesadilla del soldado. En el excremento de peces y gusanos. ¿Dónde? En la pregunta majadera. En el imperativo. Digan dónde. En la respuesta especulada. En minutos de silencio distraídos. En la insistencia del poema. En la imaginación infecta. En el beso interrumpido. En la película donde frívolamente se tortura. En la tristeza nuestra. En la arcada. En la batalla escrita. ¿Dónde están sus gritos? ¿En qué muertes redundantes, versiones de una muerte replicada? En todas partes, dicen. ¿En las fotos desteñidas? ¿En las fotos borradas? ¿En la idea suicida? Probablemente en la memoria que se deshace como papel mojado. Que se esparce en el aire cual ceniza. En nuestro entierro. En la lágrima seca. En el olvido. En la composición escolar fiera. En la confesión que aterra al cura. En los ojos del cura amordazado. En el cura que cuelga la sotana. En el soldado que deserta. En la música que se detiene de un momento a otro. En los cielos que giran sin sentido. En la querella. En el llanto que explota como bomba. En los muertos de esa bomba. En los heridos. ¿Dónde están?, decimos. En la bandera de un país lejano. En el museo. En la muralla. En el concierto. En el panfleto del concierto. En la publicación que se comparte. En la rabia. En el “me gusta”. En los ojos clavados a la pantalla. En la pantalla que interroga: ¿Dónde están?