Pala en el desierto

Te envío esta carta al cielo, a la eternidad, a allá a donde estés. Este desierto es sólo una estación de paso. Las palabras viajan, ¿verdad? No quiero enviar esta carta al abismo del desierto. Mis palabras se perderían, se confundirían con los granos de arena... Se amplificarán mis palabras en medio de este inmenso arenal, para encontrarte por fin un día y entonces llevarte a un jardín. Yo quiero que estés en un jardín, donde la sombra de los árboles pueda cobijarte de este calor infernal. ¿Cuánto pesa un grano de arena? Es tan pequeño, mira. No pesa nada. ¿Lo ves? Vuelvo a ser pequeña hoy, como ese día en el que irrumpió el horror. De pronto ellos, con sus fusiles de guerra, apuntándonos a todos. ¿Te acuerdas? Es un decir, claro que te acuerdas. Y yo también. Y después fue la Caravana de la muerte recorriendo Chile. Es septiembre de 1973. En octubre llegó por aquí… ¿Cuánto mide un desierto? ¿Se podrá medir? ¿Cuánto mide el silencio? ¿Se podrá medir? No comprendo. No consigo, aún hoy, comprender. Dicen, un día dijeron –quiénes, por qué- que tú estás en este desierto. Cómo es posible. Dónde. Mi silueta con esta pala se pierde en la inmensidad de la imagen del desierto. No me ven. No quieren vernos. Quisiera gritar. No quieren escuchar. Tú sí, estoy segura de que sí, por eso te hablo mientras insisto en remover esta arena infinita. Las mujeres nos hemos organizado para salir al desierto. Hoy. Ayer. ¿Cuántos años llevamos aquí? ¿Cuántos? Estoy a un paso de encontrarte. En la próxima excavada, quizá… O la próxima. O la próxima. Y no puedo hacer otra cosa que no sea sino seguir buscándote. Porque… ¿qué harías tú? Dónde estás. Dónde. Y sí, pasará que cuando encuentre algo de ti, tampoco estarás en lo que por fin encuentre. Pero es que quiero llevarte a un jardín, papá. Quiero que la sombra de los árboles pueda cobijarte por fin.